Era a principio de los sesenta.
El Instituto había acabado y empezaban las vacaciones de verano.
El destino, como siempre, La Hinojosa, en Soria, y Villamizar, en León.
Recuerdo aquellos viajes casi como una aventura y con un auténtico protagonista : el 600.
Nos levantábamos muy pronto, había que montar la baca y cargar todo el equipaje encima.
Después, taparlo todo con una especie de hule y amarrarlo bién con cuerdas o con unas cintas de goma extensible que terminaban en unos ganchos que se fijaban a las barras de la baca.
Era toda una técnica. Bién fijo porque tenía que aguantar velocidades de hasta 90 kilómetros por hora.
Había tres cosas que no podían faltar en el viaje a Soria y León: la caja con turrón par los familiares del pueblo (el turrón era sólo cosa de Catalunya), la garrafa de agua y los trapos.
Normalmente ibamos cinco adultos (incluído yo con mis 12 años) y dos niños.
Yo iba casi siempre delante, al lado de mi padre, que conducía.
Detrás, mi madre, mi hermana Angelines, mi cuñado, Toño y mis sobrinos, Tata y Aché.
No había autovías, ni, mucho menos, autopìstas.
Lo que más angustiaba del viaje eran los adelantamientos, aquellos interminables adelantamientos a camiones larguísimos que no se terminaban nunca.
Te pegabas detrás del camión, ibas arrimando el morro izquierdo del 600 a la raya discontinua y, cuando no venía nadie, empezabas el adelantamiento.
Nadie hablaba durante el adelantamiento.
Poco a poco ibas ganando velocidad y aparecía muy poco a poco el lateral del camión.
Los adelantamientos duraban, o a mí me lo parecía, dos o tres minutos.
Eran como el despegue de un avión.
En el despegue de un avión, hay una velocidad a la que ya no puedes abortar el despegue y otra velocidad mínima de despegue. Y lo jodido es que la velocidad a la que ya no puedes abortar el despegue es inferior a la despegue. Si entre ambas velocidades pasa algo, no hay solución.
En el adelantamiento de aquella época con un 600 a un camión, había una velocidad a la que ya no puedes abortar el adelantamiento y otra velocidad mínima para poder adelantar. Y lo jodido es que la velocidad a la que ya no puedes abortar el adelantamiento es inferior a la de adelantamiento. Si entre ambas te aparecía un coche de frente, no había solución.
Lo de la garrafa de agua era porque en los Monegros el agua empezaba a hervir y lo de los trapos, porque había que quitar el tapón del agua con el agua hirviendo y, si no tenía trapo, te podías quemar.
Siempre se comía en la cuneta, debajo de un árbol, con los bocadillos, el lomo y la tortilla de patatas que había preparado mi madre.
La bebida estaba fresquita, porque teníamos una nevera de plástico con el logotipo de Coca Cola y hielo que cuando sacábamos la bebida estaba ya en las últimas.
Cuando llegábamos al pueblo era como si viniéramos de la guerra, o a mí me lo parecía, porque había visto películas de guerra en las que, cuando volvían de la guerra, les recibían en el pueblo como si volvieran de la guerra.
Luego abrían la caja con el turrón y todos estábamos muy contentos.
El viaje de vuelta era más triste.
Todos llorábamos.
Yo pensaba que no nos volveríamos a ver nunca más.
Por lo demás el viaje de vuelta era muy parecido al de ída, sólo que, en vez de la caja con turrón había otra con patatas, huevos y chorizos.
Lo de los adelantamientos, lo del agua y lo de los trapos, era igual.
Ah! Se me olvidaba, nadie fumaba en nuestro 600, ... y eramos felices,... pobres, pero felices.
Eran los tiempos del 600.
¡Qué cercanos, ... qué lejanos!
3 de julio de 2011
No hay comentarios:
Publicar un comentario